Todo comenzó hace algo más de un año. En mi anual cita al
ginecólogo, abril de dos mil once, a un mes de cumplir veintinueve. El doctor
toma mi historia clínica, sonríe y hace un chiste: -“sos un relojito, estás acá
cada abril, ¡pero muy bien!…”. Yo le contesto que es verdad, que voy a esa
altura del año para sacarme el trámite de encima, controlarme y listo. Con su
ambo azul y su bigote, prosigue el diálogo mientras demora la incómoda
examinación: -“… hablando de puntualidad, ¿ya hablamos del reloj biológico?”
En décimas de segundo mi cabeza fue víctima de un tornado,
como si el demonio de Tasmania asaltara mis pensamientos ¿me está diciendo que
estoy vieja? ¿tengo que tener un hijo? ¿Qué le importa a este tipo lo que hago
con mi vida? ¿no se da cuenta que él es el que está más cerca del arpa que de
la guitarra? Ante mi cara de desconcierto y –probablemente de desagrado- el médico
me dijo que no me alarmara, que me preguntaba ya que algunas mujeres planifican
su vida, es decir van a la universidad y proyectan su carrera y que si deseo
ser madre debo tenerlo en cuenta en esos planes. Sin rodeos, le pregunté: -“¿Hasta
cuándo tengo tiempo?, lo apuré a que me lo diga de una vez. Me respondió: -“No
hay apuro, si querés más de uno, a los 35 deberías estar teniendo el primero”.
Desde ese momento siento el tic-tac de la vida y aunque desearía ser
indiferente, compilo en mi memoria cada situación que me hace pensar en que
cada minuto que pasa es uno que le resto a la vida de mi descendencia y es
cuando tengo ganas de gritarle al cretino: -“¿vió doctor? Al final resultó que
no soy ningún relojito”.
(continuará)
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